El Museo de Malvinas, otra pieza del relato kirchnerista


 El Museo de Malvinas, otra pieza del relato kirchnerista (cronista.com) La película opaca y en blanco y negro de Raymundo Gleyzer enseña más de la situación sobre las islas que el resto del museo. En 1966, a los 24 años, Gleyzer viajó a Malvinas empuñando una cámara y se volvió con un magnífico documental de 30 minutos para Telenoche, el primer corto realizado por un argentino en Malvinas. Anduvo por todos lados: entró a las cocinas de los kelpers y los filmó tomando su desayuno y comiendo sus pasteles de kidney; entró a sus aulas y los sorprendió aprendiendo esforzadamente español; los vio ordeñar sus vacas, asistir a misa, atesorar souvenires argentinos y disfrutar de la única función de cine semanal. En el invierno de ese año, en medio de una nevada incesante, filmó y compartió la vida cotidiana de los isleños, tan ajena entonces y a la vez tan próxima. La película de Gleyzer nos muestra mejor que nada cuánto separó la guerra, la insensatez de la guerra, a las islas Malvinas de la Argentina. Desde un pasado ya lejano, un director de cine, desaparecido años después durante la dictadura, parece decirnos que Malvinas no podrá ser sino una causa de muy largo aliento.



Cristina Kirchner inauguró la semana pasada el Museo Malvinas e islas del Atlántico Sur en el Espacio memoria y Derechos Humanos, el ex centro clandestino de detención de la ESMA, donde se exhibe el documental de Gleyzer. La ceremonia fue transmitida por cadena nacional, el día de la reafirmación de los derechos argentinos sobre las islas. Las crónicas recogieron de su discurso que la Presidenta se opuso en 1982 al desembarco de las tropas argentinas en las islas y alguna otra cosa olvidable, como que Amado Boudou estaba ese día a su lado.

Pero ¿para qué sirve un museo de Malvinas?

Responde Federico Lorenz, docente, investigador del Conicet y autor de ‘Las Guerras por Malvinas’ entre otros libros ya esenciales sobre la cuestión de las islas. “La pregunta termina siendo más bien ‘para qué sirve un Museo de Malvinas en la ESMA’, por las connotaciones que ambos símbolos, las islas, el centro clandestino, tienen”.

Lorenz distingue entre la decisión de levantar un museo dedicado a la guerra de otro destinado a la cuestión Malvinas. “Para mí, un museo de Malvinas en la ESMA significa exclusivamente un museo sobre la guerra de 1982. Un museo de la ‘causa Malvinas’ emplazado allí es más problemático: el ‘peso’ simbólico de la causa puede borrar la necesaria reflexión acerca de que lo que fue derrotado en las islas, además de las FFAA, fue una forma de entendernos como país”.

Siguiendo la línea de Lorenz, puede decirse que la decisión de levantar el museo en la ESMA limita la cuestión Malvinas a la dictadura y a la guerra, aun cuando esta ocupa, aunque relevante, sólo un lugar en la muestra.
Así lo entiende la Comisión de Familiares de Caídos en Malvinas e Islas del Atlántico Sur. La semana pasada le envió una carta a la Presidenta que recuerda que el ex presidente Kirchner ya había asignado un inmueble público a la creación de un museo y cuestiona el emplazamiento en la ESMA. “Anclar la causa Malvinas allí es reincidir en la interpretación errónea de que la recuperación se debe reducir a un acto de la dictadura (...) No queremos que las cartas de nuestros hijos, sus fotografías, sus historias, convivan en un escenario donde a pocos metros se asesinaban, se torturaban y se desaparecían argentinos”, dice el texto.

La inauguración del museo reanima así la controversia sobre el destino y el sentido del ex centro clandestino de detención, consagrado como un espacio de usos múltiples desde su recuperación como un espacio de memoria, y sobre su futuro después del cierre del ciclo kichnerista.

Emplazado en los fondos que dan a Lugones, el museo costó unos cien millones de pesos y es admirable. Dominan los espacios amplios, la piedra y el agua. Es de las pocas obras nuevas en la ESMA, sino la única, lo que acentúa su ajenidad. La pared vidriada del lado este deja ver una representación del Crucero General Belgrano en aguas del Atlántico y el contorno de las islas. Se adivina atrás el río, como una continuación.

Adentro, una sala en 360 grados proyecta una línea de tiempo sobre la historia de Malvinas, a modo de introducción. Una cámara subacuática sorprende de pronto llegando a la superficie embravecida del mar, desde donde avista la capital de las islas. Son imágenes espléndidas.

Los problemas empiezan a la hora de la narración.

El museo está impregnado por el relato kirchnerista y este será su déficit permanente. Aunque se rescatan las figuras de Illia y Alfonsín, la muestra presume que la verdadera reivindicación de los derechos sobre las islas empezó en 2003, con los Kirchner. Un conflicto interno imaginario compite en paralelo al diferendo con los británicos. A más de 30 años de la guerra prevalece la noción de un enemigo, afuera y adentro.

En una entrevista con la agencia oficial Télam, el director y responsable de los guiones del museo, el periodista Jorge Giles reivindicó algunos extravíos y omisiones: “Tenemos nuestra mirada nacional, popular y democrática”, dijo. Giles fue designado a pesar de no cumplir con los requisitos mínimos establecidos para el cargo. Ex director del instituto Nacional de la Administración Pública, su proyecto obtuvo la aprobación de la Presidenta por sobre el de otros especialistas que defendían una mirada pluralista. Un reciente artículo titulado ‘El kirchnerismo y la evolución de las especies’ desnuda el pensamiento de Giles: “El kirchnerismo sería la demostración empírica, institucional y cultural de la evolución de la especie humana; el gorilismo, en cualquiera de sus renovadas facetas, es la demostración de que siempre es posible involucionar”, escribió. El espacio destinado a una selección de biografías es controvertido. Aunque se destaca el vuelo de 1964 de Miguel Fitzgerald desde el continente (el pequeño Cessna cuelga de la sala principal y es una de las principales atracciones), se exalta la actuación del gaucho Rivero –que divide opiniones y está poco documentada– durante la usurpación británica en 1833. Igual de polémica es la expedición de Dardo Cabo de 1966. Cabo, un joven periodista al frente de un puñado de argentinos, secuestró ese año un avión de Aerolíneas Argentinas a punta de pistola y lo desvió hacia las islas. La Presidenta reivindica desde hace años ese episodio como un acto patriótico, y así es reflejado.

El museo muestra algunos objetos usados por los soldados en Malvinas y dedica una sala a la memoria de los caídos. Allí revelan sus rostros en pequeñas y numerosas pantallas verticales, delante de una panorámica del cementerio de Darwin. Los muertos recuperan así su identidad.

La obsesión está, como siempre, sobre los medios. Clarín y La Nación son estigmatizados como la prensa del régimen que exacerbó sentimientos triunfalistas durante la guerra; una falacia. La máquina de escribir eléctrica del corresponsal argentino en Londres, Enrique Oliva aparece entre ejemplares de La Razón y de Crónica. Se omite decir que Oliva escribía para Clarín desde el exilio al que lo había empujado la dictadura.

“Telenoche y Canal 13 en esa época no eran lo que son hoy”, dice el guía, amable, como queriendo exculpar al joven cineasta Raymundo Gleyzer.