Malvinas: desde la colonia española hasta la Revolución de Mayo

(eldiariodelfindelmundo.com) Por Lucas Potenze(*) 
Pocos datos tenemos sobre la colonia que existió en Malvinas entre 1767 y 1811, es decir, desde el momento en que Bougainville, siguiendo órdenes de la cancillería francesa, devolvió las instalaciones de Puerto Louis a los españoles hasta el momento en que, producida la Revolución de Mayo, el gobernador de Montevideo Gaspar de Vigodet, resolvió levantar la fundación dando por sentado que no estaba en condiciones de defenderla. 
En ese período sabemos que desde Buenos Aires fueron enviados 19 gobernadores, aunque varios de ellos estuvieron en las islas más de una vez por lo que deben contarse 32 períodos. Sabemos que en 1770 una expedición enviada por el gobernador Bucarelli desde Buenos Aires expulsó a los ingleses de Port Egmont, quienes se retiraron ante la imposibilidad de combatir dejando establecido que no renunciaban a su soberanía sobre el lugar y que, y a partir de su retirada definitiva, tras las tratativas que describimos en el artículo anterior, quedaron los españoles como únicos habitantes permanentes del archipiélago.

Cambiaron el nombre de Port Louis por el de Puerto Soledad e intentaron buscar alguna manera de subsistencia y, eventualmente, de desarrollo. Con el primer gobernador viajaron a las islas treinta y siete colonos, de los cuales la mitad eran mujeres y niños, que se sumaron a los que habían quedado de la colonia de Bougainville. Parece que existían un par de casas de piedra (una de ellas era pomposamente conocida como “la de la gobernación”), un cuartel y una capilla, y el resto estaban hechas de tepes (o adobe), con techo de paja o de lona embebida en brea. 
Los habitantes de la colonia estaban prácticamente incomunicados con el resto del mundo y su alimentación era muy precaria, ya que fue muy difícil mantener cultivos en un territorio tan frío y batido por los vientos, sin vegetación arbórea y con un suelo que, donde no era pedregoso, estaba formado esencialmente de turba (lo que sin embargo implicaba una ventaja, pues la turba, previamente secada, servía como combustible). Para completar, ocho de los primeros habitantes eran presidiarios, siguiendo la costumbre de la época –que luego se repetiría, con distintas características, en Ushuaia– de utilizar las islas lejanas para la confinación de delincuentes. 
La precariedad y dureza de la vida en las islas puede ser resumida en la carta que el primer religioso que allí se instaló, Fray Sebastián Villanueva, enviara en 1767: “Quisiera escribirle una carta larguísima, dándole noticia de todo lo que es esta miserable tierra; porque en mi vida he visto ni es capaz que haya en todo el mundo tantas desdichas juntas, porque no tiene toda esta isla cosa ninguna buena. Toda ella se compone de serranías con muchos arroyos y pantanos de agua. No hay en toda ella un arbolito; la leña que quemamos es una yerba que tiene una cuarta de alto; las casas en que vivimos son todas cubiertas de paja, y algunas con lonas embreadas y las paredes son terrones [...]”
Uno de los comandantes de las naves que llevaron a Ruiz Puente sintetizaba así la situación: Las ventajas de esta tierra son ningunas y las nulidades muchas ¡No deja de impresionar que hayan elegido como patrona de la población a Nuestra Señora de la Soledad”. Además, según parece, porque no hay una documentación unívoca y ordenada sobre el período, pronto se prohibió la presencia de mujeres por lo que las islas se convirtieron en un destino de castigo odiado tanto para sus comandantes españoles como para sus hombres, y mucho más aún para los criminales desterrados allí.
Sin embargo debe apuntarse que la presencia de una población y un fuerte en las islas, formaba parte de un proyecto mucho más amplio de la corona española para revalorizar la importancia de las tierras australes, desde las de la Pampa y Patagonia, donde el virrey Vertiz había mandado construir una línea de fortines siguiendo la línea del Salado desde Salto y Rojas hasta Chascomús, y se habían fundado los fuertes de Carmen de Patagones en la desembocadura del Río Negro y los de San José, en la Península de Valdés y Floridablanca, cerca de la Bahía de San Julián, así como una efímera factoría en la ría de Puerto Deseado. Estos dos últimos debieron ser pronto abandonados por las dificultades insalvables que implicaba su manutención, pero San José –al igual que Puerto Soledad en Malvinas– se mantuvo hasta 1811 y Carmen de Patagones fue durante todo el siglo XIX y hasta la campaña de Roca la única ciudad de la Patagonia en medio de territorio aborigen. Anotemos también que durante ese período, España envió expediciones científicas la Patagonia y Tierra del Fuego, como la de Antonio de Córdova en 1785 y la más conocida de Alejandro Malaspina, que recorrió las Malvinas haciendo investigaciones botánicas, geológicas e hidrográficas en 1790 y 1794.
Y lo que sí prosperó fue el ganado traído por Bougainville, que creció cimarrón salvo una parte muy limitada que logró domesticarse. Para 1791 se contabilizaron 3.460 cabezas entre ganado bovino y equino
En el puerto de Montevideo se preparaba anualmente la expedición para efec–tuar los relevos y reaprovisionamiento de las Islas, donde quedaba habitualmente una fragata junto a varios botes para recorrer las costas del archipiélago. Los gobernadores de las Islas recibían órdenes de inspeccionar anualmente Puerto Egmont, para controlar que los ingleses no hubieran vuelto a aquel lugar, cosa que no hicieron hasta 1833.
Sin embargo, ante lo exiguo de la guarnición española, durante este tiempo barcos ingleses y americanos continuaron usando las islas, ignorando a sus legítimos dueños. Foqueros y balleneros se reaprovisionaron de agua en sus costas y aprovecharon sus muchas caletas para hacer las reparaciones que sus barcos necesitaban sin que las autoridades nada pudieran hacer para evitarlo.
Pero debemos reconocer que, durante los 45 años en que existió la gobernación española en Malvinas, ésta se desarrolló en paz, en forma permanente y sin que ninguna potencia, ni siquiera Inglaterra, hiciera protesta alguna oficial por su presencia. En esta época, inclusive, proveyeron a los barcos que allí llegaban de ciertos víveres como verduras y pan y ayudaron a los que venían con averías según las leyes no escritas de la navegación oceánica. Poco pudo hacer para hacer valer otros elementos que hacen a la soberanía (por ejemplo, no tenemos noticias de que hayan podido cobrar derechos de pesca o de recalada a los buques que llegaron a su puerto), pero su casi medio siglo de penosa existencia es uno de los argumentos más consistentes de los derechos soberanos españoles –y luego argentinos por la continuidad jurídica que heredaron las colonias que se independizaron de aquélla metrópoli–, sobre las islas.
Lo que realmente fue lamentable fue que durante esos años haya sido imposible desarrollar una verdadera colonia, con población permanente que formara familias y dejara descendencia, que se sintiera realmente perteneciente a aquel territorio y trabajara por su desarrollo material, económico y ¿por qué no? cultural. Puerto Soledad no dejó de ser una factoría no demasiado próspera donde tanto sus autoridades como su guarnición y hasta los colonos iban y venían pero en general manifestaban poca voluntad de quedarse y construir una patria patria para sus hijos. No llegó a crearse un sentimiento de pertenencia ni una “cultura malvinera”, como sí se construyó dolorosamente en Carmen de Patagones y, cuando desde Montevideo se ordenó el retiro de la guarnición en 1811, no hubo un núcleo de viejos pobladores que prefirieran quedarse para continuar allí sus actividades o porque lo hubieran elegido como su lugar en el mundo. Es cierto que, al abandonar las islas, se les ordenó a los malvinenses dejar “bien cerrados los edificios y colocado un escudo con las armas del rey, que manifiesten el derecho de propiedad”, pero estos actos de posesión, que tanto nos hacen recordar a la placa que los ingleses dejaron den Port Egmont cuando se retiraron en 1774, no pasaban de ser una manifestación totalmente inocua. Las islas quedaron despobladas, es decir, abiertas para que los barcos de todas las banderas pudieran continuar con sus viajes de caza y depredación de la Naturaleza. Mal augurio para las recientemente creadas Provincias Unidas, que nos iba a costar bien caro veinte años después.

(*) Historiador. Profesor de Historia