Por Lucas Potenze (*).
Decíamos en el artículo anterior que la colonia que con tan buenos augurios había levantado Luis Vernet en Malvinas había sido prácticamente destruida por el ataque de la nave norteamericana Lexington, como represalia de la decisión del comandante argentino de hacer cumplir las leyes de pesca de la provincia de Buenos Aires, de la cual dependían las islas.
Pero mientras Estados Unidos hacía el trabajo sucio con su acostumbrada sutileza, una potencia mucho más peligrosa aprovechaba la oportunidad para dar el zarpazo sobre las islas.
Hagamos un poco de memoria: En 1740, Lord George Anson, quien había recorrido el Atlántico Sur en su viaje de circunvalación del globo durante la “Guerra de la oreja de Jenkins”, advirtió al Amirantazgo sobre la conveniencia de ocupar las Islas Malvinas como punto estratégico para la navegación hacia el Lejano Oriente.
Unos años después, en 1765 la flota del Comodoro John Byron, erigió el fuerte de Port Egmont, en el islote Saunders, próximo a la Gran Malvina, del que fueron desalojados por una flota española al mando del comandante Juan Ignacio de Madariaga, enviada desde Buenos Aires en junio de 1770. El hecho produjo una fuerte repercusión en Inglaterra y se estuvo a un paso de entrar en guerra, lo que fue evitado mediante una negociación diplomática. Según ésta, la corona española desautorizaba a Madariaga, el islote era devuelto a los ingleses y, aparentemente, se incluía una cláusula secreta por la cual, una vez satisfecho el honor británico, éstos se retirarían de Malvinas aceptando la soberanía española.
En consecuencia, Port Egmont volvió a ser ocupada por Inglaterra pero, en 1774, según la versión británica por causas económicas y según la versión española (luego retomada por Argentina) en cumplimiento del acuerdo secreto, abandonaron el establecimiento, dejando sin embargo un pequeño obelisco y una placa en que reivindicaba los derechos de S.M. Jorge III sobre el lugar. Luego, pasaron 55 años sin que la Gran Bretaña se preocupara con las Malvinas.
La primera protesta oficial de que se tienen noticias ocurrió cuando en 1829 el gobierno de Buenos Aires designó comandante político–militar de las islas a Luis Vernet, ocasión en que el cónsul británico Woodbine Parsh presentó una protesta formal aduciendo que esas islas eran inglesas, protesta que no mereció mayor atención en la cancillería porteña. Dos años después, tuvo lugar la primera visita que realizó Fitz Roy, a bordo de la corbeta Beagle, a las islas, de cuya colonia dejó una excelente impresión, pero aunque se tratara de una expedición esencialmente científica, no podemos ignorar que su jefe era un oficial de la marina británica y sería cuanto menos ingenuo, no suponer que cumpliría alguna instrucción secreta del Almirantazgo vinculada a las posibilidades de ocupación del archipiélago.
En diciembre de 1831, los estadounidenses hicieron el “trabajo sucio” con la destrucción de la colonia a la que ya hemos hecho mención, justo en un momento en que Vernet no se encontraba allí y la jefatura –si es que se puede llamar así– del establecimiento estaba a cargo de su ayudante, el inglés Mattew Brisbane. Según la versión británica (véase La Verdadera Historia de Falkand Malvinas, en http://es.scribd.com/doc/86760004/) en esos días hubo una reunión en Buenos Aires entre el cónsul inglés y Vernet, quien le habría dicho que “estaría, a mi parecer, muy feliz si el Gobierno de Su Majestad tomase su asentamiento bajo su protección”. No tenemos pruebas de que esto haya sido cierto pero la nota pudo influir en la decisión británica de proceder a la ocupación.
Mientras tanto, las cosas en Malvinas andaban de mal en peor. Al tener noticias del asalto de los norteamericanos, el gobernador Rosas decidió enviar una fuerza a las islas en la goleta Sarandí, al mando del teniente de navío José María Pinedo, en la que iba también el nuevo comandante de las islas: Esteban Mestivier. Digamos al pasar que la nave debió se recauchutada antes de su partida y que, salvo diez marineros argentinos, el resto de la marinería y la totalidad de la oficialidad era de origen británico y norteamericano.
Mestivier se hizo cargo de la comandancia e intentó poner orden en medio de aquel caos, levantando nuevamente las casas destruidas y recuperando el ganado alzado, pero, al parecer, su estilo de mando era harto severo y se ganó rápidamente la antipatía de una guarnición poco acostumbrada a la disciplina. Fue así que, el 30 de noviembre, en circunstancias en que la Sarandí había salido a recorrer las costas y la población se hallaba mal defendida, un grupo de soldados se amotinaron contra su comandante, liberaron a los presos y lo asesinaron, robaron sus pertenencias y abusaron de su esposa durante varios días. Llegado Pinedo de su recorrida, logró apresar a los amotinados a quienes envió engrillados a Buenos Aires en una nave inglesa, la Rapid, que ocasionalmente había llegado a Puerto Soledad.
Los delincuentes fueron juzgados y recibieron distintos tipos de pena. Varios fueron ahorcados y al cabecilla, un soldado de apellido Sáenz Valiente, se le cortaron las manos y su cadáver quedó expuesto en una horca levantada en la Plaza de Mayo, durante varios días.
Pero poco iba a durar el orden tan costosamente restablecido: Un mes después, el 3 de enero de 1833, estando Vernet aún en Buenos Aires, con el comandante alterno asesinado y una pequeña goleta cuya tripulación era en su mayoría extranjera, Inglaterra entró en acción. La nave de guerra Clío, comandada por el Comodoro Onslow, entró en Puerto Soledad y le hizo conocer a Pinedo sus intenciones con esa mezcla de prepotencia y buenos modales tan propia de los británicos: “Muy Señor mío –decía la nota que Onslow elevó a Pinedo–: Debo informarle que he recibido órdenes de S.E. El comandante en jefe de S.M.B sobre las islas Malvinas. Es mi intención izar mañana por la mañana el pabellón nacional de Gran Bretaña en el territorio por lo cual le solicitó tenga a bien arriar el suyo y retirar sus fuerzas, llevando todos los objetos pertenecientes a su gobierno. Soy, Señor, su humilde y muy obediente servidor. James Onslow”.
Pinedo carecía de fuerzas para oponer a las muy superiores de la nave inglesa, a lo que hay que agregar que la mayoría de su marinería era inglesa y difícilmente estaría dispuesta a pelear contra su propia bandera, por lo que pidió un tiempo para deliberar con su oficialidad, llegando a la conclusión de que era inútil cualquier tipo de resistencia. Por lo tanto, encargó el cuidado del pabellón argentino a Juan Simón, un ciudadano francés que trabajaba como capataz de los peones de Vernet, y retiró su escasa guarnición. Al día siguiente, Onslow arrió la bandera argentina y se la envió a Pinedo, izando en su lugar la Union Jack.
En Buenos Aires, Pinedo fue juzgado por cobardía, porque aunque todos los indicios señalaban que resistir hubiera sido una locura, algunos oficiales norteamericanos afirmaron que ellos habrían estado dispuestos a pelear hasta el final. Teniendo en cuenta los atenuantes citados, recibió una pena leve ycontinuó su carrera en la Armada hasta 1864.
De todos modos, el inglés no tenía instrucciones de permanecer en las islas, por lo que poco después designó a William Dickson, un irlandés que trabajaba como despensero de la colonia de Vernet, para que izara el pabellón británico todos los domingos y cuando llegara algún barco extranjero, y se hizo a la mar dejando a las islas en total estado de abandono y sin nada que se pareciese a un jefe que velara por los intereses del invasor. Por lo tanto, lo único parecido a una autoridad que quedó en las islas fue el encargado dela bandera y el grupo de gente que estaba encargada del establecimiento de Vernet. Además, quedaron algunas familias de las que habían ido con éste, los pocos esclavos que habían podido evitar la cacería de los norteamericanos y una docena de gauchos de los que habían sido contratados para cuidar del ganado semi–salvaje de la colonia. Entre éstos estaba el entrerriano Antonio Rivero, que tanto daría que hablar más adelante a los historiadores de Malvinas.
Vernet, por su parte, nunca volvió a las islas. Reclamó ante las autoridades británicas por las inversiones que había realizado en su colonia, pero sin resultado alguno. Permaneció Buenos Aires, muriendo en su quinta de San Isidro en 1871, a los 79 años de edad. Sus restos descansan en el cementerio porteño de la Recoleta.
(*) Historiador. Profesor de Historia
Decíamos en el artículo anterior que la colonia que con tan buenos augurios había levantado Luis Vernet en Malvinas había sido prácticamente destruida por el ataque de la nave norteamericana Lexington, como represalia de la decisión del comandante argentino de hacer cumplir las leyes de pesca de la provincia de Buenos Aires, de la cual dependían las islas.
Pero mientras Estados Unidos hacía el trabajo sucio con su acostumbrada sutileza, una potencia mucho más peligrosa aprovechaba la oportunidad para dar el zarpazo sobre las islas.
Hagamos un poco de memoria: En 1740, Lord George Anson, quien había recorrido el Atlántico Sur en su viaje de circunvalación del globo durante la “Guerra de la oreja de Jenkins”, advirtió al Amirantazgo sobre la conveniencia de ocupar las Islas Malvinas como punto estratégico para la navegación hacia el Lejano Oriente.
Unos años después, en 1765 la flota del Comodoro John Byron, erigió el fuerte de Port Egmont, en el islote Saunders, próximo a la Gran Malvina, del que fueron desalojados por una flota española al mando del comandante Juan Ignacio de Madariaga, enviada desde Buenos Aires en junio de 1770. El hecho produjo una fuerte repercusión en Inglaterra y se estuvo a un paso de entrar en guerra, lo que fue evitado mediante una negociación diplomática. Según ésta, la corona española desautorizaba a Madariaga, el islote era devuelto a los ingleses y, aparentemente, se incluía una cláusula secreta por la cual, una vez satisfecho el honor británico, éstos se retirarían de Malvinas aceptando la soberanía española.
En consecuencia, Port Egmont volvió a ser ocupada por Inglaterra pero, en 1774, según la versión británica por causas económicas y según la versión española (luego retomada por Argentina) en cumplimiento del acuerdo secreto, abandonaron el establecimiento, dejando sin embargo un pequeño obelisco y una placa en que reivindicaba los derechos de S.M. Jorge III sobre el lugar. Luego, pasaron 55 años sin que la Gran Bretaña se preocupara con las Malvinas.
La primera protesta oficial de que se tienen noticias ocurrió cuando en 1829 el gobierno de Buenos Aires designó comandante político–militar de las islas a Luis Vernet, ocasión en que el cónsul británico Woodbine Parsh presentó una protesta formal aduciendo que esas islas eran inglesas, protesta que no mereció mayor atención en la cancillería porteña. Dos años después, tuvo lugar la primera visita que realizó Fitz Roy, a bordo de la corbeta Beagle, a las islas, de cuya colonia dejó una excelente impresión, pero aunque se tratara de una expedición esencialmente científica, no podemos ignorar que su jefe era un oficial de la marina británica y sería cuanto menos ingenuo, no suponer que cumpliría alguna instrucción secreta del Almirantazgo vinculada a las posibilidades de ocupación del archipiélago.
En diciembre de 1831, los estadounidenses hicieron el “trabajo sucio” con la destrucción de la colonia a la que ya hemos hecho mención, justo en un momento en que Vernet no se encontraba allí y la jefatura –si es que se puede llamar así– del establecimiento estaba a cargo de su ayudante, el inglés Mattew Brisbane. Según la versión británica (véase La Verdadera Historia de Falkand Malvinas, en http://es.scribd.com/doc/86760004/) en esos días hubo una reunión en Buenos Aires entre el cónsul inglés y Vernet, quien le habría dicho que “estaría, a mi parecer, muy feliz si el Gobierno de Su Majestad tomase su asentamiento bajo su protección”. No tenemos pruebas de que esto haya sido cierto pero la nota pudo influir en la decisión británica de proceder a la ocupación.
Mientras tanto, las cosas en Malvinas andaban de mal en peor. Al tener noticias del asalto de los norteamericanos, el gobernador Rosas decidió enviar una fuerza a las islas en la goleta Sarandí, al mando del teniente de navío José María Pinedo, en la que iba también el nuevo comandante de las islas: Esteban Mestivier. Digamos al pasar que la nave debió se recauchutada antes de su partida y que, salvo diez marineros argentinos, el resto de la marinería y la totalidad de la oficialidad era de origen británico y norteamericano.
Mestivier se hizo cargo de la comandancia e intentó poner orden en medio de aquel caos, levantando nuevamente las casas destruidas y recuperando el ganado alzado, pero, al parecer, su estilo de mando era harto severo y se ganó rápidamente la antipatía de una guarnición poco acostumbrada a la disciplina. Fue así que, el 30 de noviembre, en circunstancias en que la Sarandí había salido a recorrer las costas y la población se hallaba mal defendida, un grupo de soldados se amotinaron contra su comandante, liberaron a los presos y lo asesinaron, robaron sus pertenencias y abusaron de su esposa durante varios días. Llegado Pinedo de su recorrida, logró apresar a los amotinados a quienes envió engrillados a Buenos Aires en una nave inglesa, la Rapid, que ocasionalmente había llegado a Puerto Soledad.
Los delincuentes fueron juzgados y recibieron distintos tipos de pena. Varios fueron ahorcados y al cabecilla, un soldado de apellido Sáenz Valiente, se le cortaron las manos y su cadáver quedó expuesto en una horca levantada en la Plaza de Mayo, durante varios días.
Pero poco iba a durar el orden tan costosamente restablecido: Un mes después, el 3 de enero de 1833, estando Vernet aún en Buenos Aires, con el comandante alterno asesinado y una pequeña goleta cuya tripulación era en su mayoría extranjera, Inglaterra entró en acción. La nave de guerra Clío, comandada por el Comodoro Onslow, entró en Puerto Soledad y le hizo conocer a Pinedo sus intenciones con esa mezcla de prepotencia y buenos modales tan propia de los británicos: “Muy Señor mío –decía la nota que Onslow elevó a Pinedo–: Debo informarle que he recibido órdenes de S.E. El comandante en jefe de S.M.B sobre las islas Malvinas. Es mi intención izar mañana por la mañana el pabellón nacional de Gran Bretaña en el territorio por lo cual le solicitó tenga a bien arriar el suyo y retirar sus fuerzas, llevando todos los objetos pertenecientes a su gobierno. Soy, Señor, su humilde y muy obediente servidor. James Onslow”.
Pinedo carecía de fuerzas para oponer a las muy superiores de la nave inglesa, a lo que hay que agregar que la mayoría de su marinería era inglesa y difícilmente estaría dispuesta a pelear contra su propia bandera, por lo que pidió un tiempo para deliberar con su oficialidad, llegando a la conclusión de que era inútil cualquier tipo de resistencia. Por lo tanto, encargó el cuidado del pabellón argentino a Juan Simón, un ciudadano francés que trabajaba como capataz de los peones de Vernet, y retiró su escasa guarnición. Al día siguiente, Onslow arrió la bandera argentina y se la envió a Pinedo, izando en su lugar la Union Jack.
En Buenos Aires, Pinedo fue juzgado por cobardía, porque aunque todos los indicios señalaban que resistir hubiera sido una locura, algunos oficiales norteamericanos afirmaron que ellos habrían estado dispuestos a pelear hasta el final. Teniendo en cuenta los atenuantes citados, recibió una pena leve ycontinuó su carrera en la Armada hasta 1864.
De todos modos, el inglés no tenía instrucciones de permanecer en las islas, por lo que poco después designó a William Dickson, un irlandés que trabajaba como despensero de la colonia de Vernet, para que izara el pabellón británico todos los domingos y cuando llegara algún barco extranjero, y se hizo a la mar dejando a las islas en total estado de abandono y sin nada que se pareciese a un jefe que velara por los intereses del invasor. Por lo tanto, lo único parecido a una autoridad que quedó en las islas fue el encargado dela bandera y el grupo de gente que estaba encargada del establecimiento de Vernet. Además, quedaron algunas familias de las que habían ido con éste, los pocos esclavos que habían podido evitar la cacería de los norteamericanos y una docena de gauchos de los que habían sido contratados para cuidar del ganado semi–salvaje de la colonia. Entre éstos estaba el entrerriano Antonio Rivero, que tanto daría que hablar más adelante a los historiadores de Malvinas.
Vernet, por su parte, nunca volvió a las islas. Reclamó ante las autoridades británicas por las inversiones que había realizado en su colonia, pero sin resultado alguno. Permaneció Buenos Aires, muriendo en su quinta de San Isidro en 1871, a los 79 años de edad. Sus restos descansan en el cementerio porteño de la Recoleta.
(*) Historiador. Profesor de Historia