Tiene virtud literaria pero no es ficción. “Malvinas, la trama secreta” es el sugerente relato del “crimen de la guerra” cometido hace 30 años por argentinos e ingleses. Su edición definitiva suma 200 páginas a la investigación original.
POR Rodolfo Terragno
La novela histórica puede ser embaucadora: mezcla verdad y mentira, turbando al lector desprevenido o crédulo. La historia a secas, a la vez, deja a los lectores fuera. Suele convertirlos en meros oyentes de monótonos relatos. Malvinas: la trama secreta inauguró un género distinto: la novela-verdad.
El argumento es historia pura. El estilo, literario. Tal vez el efecto habría sido mayor si el texto no se hubiera escrito en pretérito sino en presente histórico.
Con todo, mientras nos internamos en el libro, sentimos que somos testigos presenciales de los acontecimientos:
• Asistimos en Washington al homenaje que se le brinda a Leopoldo Fortunato Galtieri y, en un momento, alcanzamos a oír que Caspar Weinberger le susurra al homenajeado: “Nosotros le estamos muy agradecidos, general, por los esfuerzos que ustedes hicieron para evitar el derrocamiento de Somoza, y por cómo están colaborando en Centroamérica para aniquilar a la guerrilla”.
• Espiamos a Galtieri en la Casa Rosada y vemos el desconcierto de su interlocutor cuando el dictador le pregunta: “¿Cómo anda su inglés, … Menéndez?” Semanas después encontraremos al mismo personaje en Puerto Argentino, desafiando a los ingleses en castellano.
• Justo cuando entramos en el despacho del dictador, le avisan que Ronald Reagan está en el teléfono desde Estados Unidos. Nos sorprende la respuesta de Galtieri: “Dígale que no estoy”. Y lo oímos más tarde, cuando acepta atender al presidente de los Estados Unidos: “Señor Presidente, la única solución es que Inglaterra reconozca esta misma noche la soberanía argentina sobre las Malvinas”.
• Nos encontramos en el Ministerio del Interior con Ibérico Saint Jean, exultante porque ha estado en la Multipartidaria, que agrupa a los principales partidos, los cuales dieron su “total apoyo y solidaridad con la acción llevada a cabo”.
• Vemos de espaldas al dictador en ese balcón de la Rosada, gesticulando ante esa multitud exaltada que grita “Patria sí, colonia no”.
• Nos sorprende ese Galtieri que le advierte a Alexander Haig, como si se dirigiera a un soldado: “Le voy a decir algo una sola vez y no se lo voy a repetir: la soberanía de las Malvinas no se negocia”. Nos parece que el hombre ha bebido.
• Hoy es 14 de junio. Son las nueve y media de la mañana. Un ayudante del dictador nos dice que los británicos están entrando en Puerto Argentino. Sin embargo, oímos que Galtieri grita por teléfono: “Los ingleses también están agotados, Menéndez. Usted contraataque. Reagrupe a las tropas y vaya para adelante. Hay que pelear, Menéndez. Hay que pelear”.
No es un frívolo anecdotario. Los hechos a los que asistimos virtualmente nos permiten entender por qué se desbocó aquel conflicto. Lo había provocado una tiranía que se presentía agónica; pero la ocupación había interrumpido la posesión pacífica y continuada de las islas, permitiendo negociar, por primera vez, desde posiciones de fuerza. O acorralar diplomáticamente al adversario.
Los militares, sin embargo, no querían negociar ni confiar en la diplomacia. Ellos, que según monseñor Victorio Bonamín habían sido “purificados en el Jordán de la sangre”, querían verter sangre “purificadora”, también, en las Malvinas.
Kirschbaum, Van der Kooy y Cardoso nos hacen tener la vivencia de aquella funesta alucinación que, tanto ebrio como sobrio, vivió Galtieri. Y, con él, gran parte de la sociedad civil. El libro no critica. Hace algo más lacerante: muestra. Así como hay tardíos defensores de los derechos humanos, hay pacifistas postreros. Algo que se echa de menos es un índice onomástico. Las editoriales argentinas son, en general, renuentes a incluirlo; y los autores rara vez lo exigen.
Malvinas, la trama secreta acopia, en 700 páginas, nombres, citas y revelaciones. Es una obra de referencia, a la cual estudiosos y curiosos volverán una y otra vez. Les será arduo examinar la actitud que tuvieron, frente a la cruenta aventura, un político, un periodista o un famoso. Lo primordial, de todos modos, es todo lo que el libro ayuda a comprender.
Las relaciones exteriores demandan, en caso de conflictos, estrategia, conocimiento y una positiva frialdad. No se puede fijar objetivos propios y avanzar a ciegas. Es necesario saber cómo funciona el sistema internacional y tener noción de lo que mueve al oponente. Hay en el otro país elementos ideológicos, antecedentes, cálculos de fuerza, que deben formar parte del análisis e influir en las decisiones.
Si algo lo demuestra es el rechazo de la negociación que Thatcher hizo el 17 de mayo de 1982, rogando que la Junta la rechazara. Ella estaba obligada a recuperar las Malvinas. Cualquier otra solución habría acabado con su gobierno.
Es que uno de los propósitos de su gestión, harto discutido, había sido la reforma del sistema británico de defensa. La Primer Ministro creía que la armada convencional resultaba inútil en tiempo de misiles. Por eso había comenzado a negociar, con Australia, la venta del portaaviones Invincible; y a retirar de actividad el Hermes. Aún resonaban las declaraciones de lord Carrington, días antes de que la Argentina ocupara las Malvinas: “La diplomacia de las cañoneras es cosa del pasado”. El canciller creía que Gran Bretaña debía comprar misiles Trident y submarinos para el transporte de armas atómicas.Ocupadas las islas, hubo que retirar la oferta por el Invincible y rehabilitar rápidamente al Hermes. Ambos portaaviones liderarían la ofensiva militar que culminó con la recuperación de las islas.
Las características psicológicas y políticas de Margaret Thatcher permitían prever que ella haría cualquier esfuerzo por recuperar las “Falklands”. Claro que no podía ordenar el desembarco por sí sola. Necesitaba la aquiescencia del Parlamento, donde el laborismo (y un sector de su propio Partido Conservador) se negaba al asalto de las “Falklands”. Mucho después del impensado hundimiento del Sheffield.
Esa tragedia de la Armada Real le había quitado apoyo a la expedición. No tenía sentido, se decía en Londres, perder buques y vidas por unas islas remotas y semipobladas. Fue entonces cuando la Primer Ministro dio el paso más audaz de su carrera política. Hizo llegar a la Junta una propuesta que coincidía con lo que pedían a gritos los británicos opuestos a la guerra. El texto del ofrecimiento puede leerse en Malvinas, la trama secreta, a partir de la página 652. En síntesis: Decretar de inmediato el alto el fuego. Retirar, a continuación, las fuerzas armadas de ambos países. Dejar sin efecto las zonas de exclusión. Pedir al secretario general de la ONU el nombramiento de un administrador de las islas, consensuado con ambas partes. Elegir, de común acuerdo con la Argentina, el personal del administrador. Tener un veedor argentino en las islas. Establecer seis observadores permanentes, tres por cada lado. Reanudar las comunicaciones entre la Argentina continental y Puerto Stanley/Argentino. Con el auspicio del Secretario General de la ONU, sentarse a negociar la soberanía, con el objetivo de llegar a un acuerdo antes del 31 de diciembre.
Si la Argentina hubiese aceptado, la guerra habría llegado a su fin. Se habría evitado derramamiento de sangre, la bandera argentina habría seguido flameando en las islas -por un tiempo junto con la británica- y ya jamás se habría vuelto a la situación previa a la ocupación. Más temprano que tarde, la Argentina habría cumplido su secular propósito.
POR Rodolfo Terragno
La novela histórica puede ser embaucadora: mezcla verdad y mentira, turbando al lector desprevenido o crédulo. La historia a secas, a la vez, deja a los lectores fuera. Suele convertirlos en meros oyentes de monótonos relatos. Malvinas: la trama secreta inauguró un género distinto: la novela-verdad.
El argumento es historia pura. El estilo, literario. Tal vez el efecto habría sido mayor si el texto no se hubiera escrito en pretérito sino en presente histórico.
Con todo, mientras nos internamos en el libro, sentimos que somos testigos presenciales de los acontecimientos:
• Asistimos en Washington al homenaje que se le brinda a Leopoldo Fortunato Galtieri y, en un momento, alcanzamos a oír que Caspar Weinberger le susurra al homenajeado: “Nosotros le estamos muy agradecidos, general, por los esfuerzos que ustedes hicieron para evitar el derrocamiento de Somoza, y por cómo están colaborando en Centroamérica para aniquilar a la guerrilla”.
• Espiamos a Galtieri en la Casa Rosada y vemos el desconcierto de su interlocutor cuando el dictador le pregunta: “¿Cómo anda su inglés, … Menéndez?” Semanas después encontraremos al mismo personaje en Puerto Argentino, desafiando a los ingleses en castellano.
• Justo cuando entramos en el despacho del dictador, le avisan que Ronald Reagan está en el teléfono desde Estados Unidos. Nos sorprende la respuesta de Galtieri: “Dígale que no estoy”. Y lo oímos más tarde, cuando acepta atender al presidente de los Estados Unidos: “Señor Presidente, la única solución es que Inglaterra reconozca esta misma noche la soberanía argentina sobre las Malvinas”.
• Nos encontramos en el Ministerio del Interior con Ibérico Saint Jean, exultante porque ha estado en la Multipartidaria, que agrupa a los principales partidos, los cuales dieron su “total apoyo y solidaridad con la acción llevada a cabo”.
• Vemos de espaldas al dictador en ese balcón de la Rosada, gesticulando ante esa multitud exaltada que grita “Patria sí, colonia no”.
• Nos sorprende ese Galtieri que le advierte a Alexander Haig, como si se dirigiera a un soldado: “Le voy a decir algo una sola vez y no se lo voy a repetir: la soberanía de las Malvinas no se negocia”. Nos parece que el hombre ha bebido.
• Hoy es 14 de junio. Son las nueve y media de la mañana. Un ayudante del dictador nos dice que los británicos están entrando en Puerto Argentino. Sin embargo, oímos que Galtieri grita por teléfono: “Los ingleses también están agotados, Menéndez. Usted contraataque. Reagrupe a las tropas y vaya para adelante. Hay que pelear, Menéndez. Hay que pelear”.
No es un frívolo anecdotario. Los hechos a los que asistimos virtualmente nos permiten entender por qué se desbocó aquel conflicto. Lo había provocado una tiranía que se presentía agónica; pero la ocupación había interrumpido la posesión pacífica y continuada de las islas, permitiendo negociar, por primera vez, desde posiciones de fuerza. O acorralar diplomáticamente al adversario.
Los militares, sin embargo, no querían negociar ni confiar en la diplomacia. Ellos, que según monseñor Victorio Bonamín habían sido “purificados en el Jordán de la sangre”, querían verter sangre “purificadora”, también, en las Malvinas.
Kirschbaum, Van der Kooy y Cardoso nos hacen tener la vivencia de aquella funesta alucinación que, tanto ebrio como sobrio, vivió Galtieri. Y, con él, gran parte de la sociedad civil. El libro no critica. Hace algo más lacerante: muestra. Así como hay tardíos defensores de los derechos humanos, hay pacifistas postreros. Algo que se echa de menos es un índice onomástico. Las editoriales argentinas son, en general, renuentes a incluirlo; y los autores rara vez lo exigen.
Malvinas, la trama secreta acopia, en 700 páginas, nombres, citas y revelaciones. Es una obra de referencia, a la cual estudiosos y curiosos volverán una y otra vez. Les será arduo examinar la actitud que tuvieron, frente a la cruenta aventura, un político, un periodista o un famoso. Lo primordial, de todos modos, es todo lo que el libro ayuda a comprender.
Las relaciones exteriores demandan, en caso de conflictos, estrategia, conocimiento y una positiva frialdad. No se puede fijar objetivos propios y avanzar a ciegas. Es necesario saber cómo funciona el sistema internacional y tener noción de lo que mueve al oponente. Hay en el otro país elementos ideológicos, antecedentes, cálculos de fuerza, que deben formar parte del análisis e influir en las decisiones.
Si algo lo demuestra es el rechazo de la negociación que Thatcher hizo el 17 de mayo de 1982, rogando que la Junta la rechazara. Ella estaba obligada a recuperar las Malvinas. Cualquier otra solución habría acabado con su gobierno.
Es que uno de los propósitos de su gestión, harto discutido, había sido la reforma del sistema británico de defensa. La Primer Ministro creía que la armada convencional resultaba inútil en tiempo de misiles. Por eso había comenzado a negociar, con Australia, la venta del portaaviones Invincible; y a retirar de actividad el Hermes. Aún resonaban las declaraciones de lord Carrington, días antes de que la Argentina ocupara las Malvinas: “La diplomacia de las cañoneras es cosa del pasado”. El canciller creía que Gran Bretaña debía comprar misiles Trident y submarinos para el transporte de armas atómicas.Ocupadas las islas, hubo que retirar la oferta por el Invincible y rehabilitar rápidamente al Hermes. Ambos portaaviones liderarían la ofensiva militar que culminó con la recuperación de las islas.
Las características psicológicas y políticas de Margaret Thatcher permitían prever que ella haría cualquier esfuerzo por recuperar las “Falklands”. Claro que no podía ordenar el desembarco por sí sola. Necesitaba la aquiescencia del Parlamento, donde el laborismo (y un sector de su propio Partido Conservador) se negaba al asalto de las “Falklands”. Mucho después del impensado hundimiento del Sheffield.
Esa tragedia de la Armada Real le había quitado apoyo a la expedición. No tenía sentido, se decía en Londres, perder buques y vidas por unas islas remotas y semipobladas. Fue entonces cuando la Primer Ministro dio el paso más audaz de su carrera política. Hizo llegar a la Junta una propuesta que coincidía con lo que pedían a gritos los británicos opuestos a la guerra. El texto del ofrecimiento puede leerse en Malvinas, la trama secreta, a partir de la página 652. En síntesis: Decretar de inmediato el alto el fuego. Retirar, a continuación, las fuerzas armadas de ambos países. Dejar sin efecto las zonas de exclusión. Pedir al secretario general de la ONU el nombramiento de un administrador de las islas, consensuado con ambas partes. Elegir, de común acuerdo con la Argentina, el personal del administrador. Tener un veedor argentino en las islas. Establecer seis observadores permanentes, tres por cada lado. Reanudar las comunicaciones entre la Argentina continental y Puerto Stanley/Argentino. Con el auspicio del Secretario General de la ONU, sentarse a negociar la soberanía, con el objetivo de llegar a un acuerdo antes del 31 de diciembre.
Si la Argentina hubiese aceptado, la guerra habría llegado a su fin. Se habría evitado derramamiento de sangre, la bandera argentina habría seguido flameando en las islas -por un tiempo junto con la británica- y ya jamás se habría vuelto a la situación previa a la ocupación. Más temprano que tarde, la Argentina habría cumplido su secular propósito.