Las últimas horas en Malvinas

A 33 años del fin de la guerra. El honor de los veteranos también recuerda con dignidad aquellos momentos vividos en el ocaso de la contienda.
Por Mariano Iannaccone

Lo grave no es que quien luche caiga, sino que permanezca en la caída; lo grave no es ser herido en la guerra, sino desesperanzarse después de recibido el golpe y no curar la herida.

La historia cuenta que el 14 de junio de 1982 (mañana se cumplirán 33 años) amaneció tristísimo en Puerto Argentino, la capital de las Islas Malvinas; “Stanley”, para el colonialismo británico, para la casi totalidad de sus habitantes, para la tradición y también para la misma historia. Caía aguanieve, desde un cielo completamente gris, en el que agonizaba el eco del espantoso fuego que había sacudido la última noche de combates, que había producido el desenlace de la batalla final.


El repliegue de la infantería argentina, desde los montes hacia el poblado, convivía con el avance definitivo de las tropas inglesas, recibidas después con algarabía por los kelpers, a quienes “liberaron”, según ellos.

Dicen que tanto convivían repliegue y avance que podía verse a los decaídos soldados argentinos caminar extenuados física y psíquicamente con sus fusiles todavía en su poder, entremezclados con los efectivos de las distintas brigadas inglesas, que se disputaban cuál de ellas entraría primero a su Stanley de gloria, como marcando el gol del triunfo en las por ellos llamadas Falklands.

Aquel 14 de junio, no había más nada que hacer para la defensa de la soberanía nacional a través de las armas, pese a que la Fuerza Aérea se desesperaba por seguir atacando con sus verdaderos “Fangio del aire” a los blancos más prestigiosos de la flota sajona, los portaaviones Hermes e Invencible.

Y aunque los ingleses retendrían a jefes argentinos como rehenes ante la posibilidad de esos ataques, para cualquier intento de cambiar el curso de la guerra por parte de nuestra aviación era tarde: desde hacía más de 20 días, la campaña terrestre enemiga se había desplegado con envidiable logística, alcanzando la victoria, pese a un importante costo de vidas, causado por la heroica de nuestras tropas, según destaca siempre el bando contrario, desde hace 33 años.

Templanza. “No habíamos comido prácticamente nada desde las 3 de la tarde del día anterior (el 13 de junio). Esa había sido la última ración”, recuerda Ramón Robles, soldado de la Clase 62, que combatió junto con sus compañeros hasta agotar la munición provista para uno de los 18 obuses Oto Melara calibre 105 mm. que llevó a las Islas el Grupo de Artillería Aerotransportado 4.

“No habíamos comido nada porque además el fragor del combate no nos lo permitía. Alguien alcanzó un mate cocido o un caldo cuando oscureció, pero nada más”, rememora.

En el “Cuartel Unión”, ubicado en el camino a La Calera, a mano derecha antes del peaje, ayer se realizó la tradicional recordación del bautismo de fuego de la única unidad del Ejército con base en nuestra provincia que estuvo en el archipiélago. Robles es uno de los veteranos de mayor militancia en la causa Malvinas; “desde 1983”, apunta.

Y sigue recordando: “Cuando ya tuvimos que dejar los cañones, después de haber tirado incluso de manera directa contra los ingleses, cuando ya eran inutilizables por la tremenda cadencia de fuego y estaban clavados en el barro, sin posibilidades de movilizarlos, los terminamos de destruir y nos replegamos. En el camino al pueblo, fuimos comiendo lo que encontrábamos. Nos metimos en unos galpones, donde se habían almacenado alimentos que seguramente no se habían podido distribuir. Había hormas de queso, dulce de batata, latas de conserva. Comíamos; los ingleses nos miraban, no nos decían nada. ¿En qué pensaba? En que había perdido a mi mejor amigo, Néstor Pizarro (uno de los tres soldados caídos del Grupo de Artillería 4, junto con Jorge Romero y Eduardo Vallejos) y prácticamente en nada más. No pensaba en el futuro. Ese 14 de junio en Malvinas, no existía el tiempo, no existían las horas, ni los días. Tenía 19 años. No pensaba en nada más”.