La batalla de Malvinas en 1914. En los tiempos de navegación a carbón, los barcos tenían poca autonomía. Debían “carbonear” con frecuencia. Eso hizo del archipiélago un asunto estratégico para la Royal Navy entre 1850 y 1920: las Malvinas eran el puerto perfecto para repostar combustible, agua, víveres, y además habían adquirido una pequeña pero muy capacitada mano de obra en materia de reparación de naves. Port Stanley, como se rebautizó a la capital insular, era el único astillero posible en esta parte del planeta.
Si a eso se le suman decenas de buenos puertos naturales y la posibilidad de cerrar desde allí el tránsito interoceánico a cualquier enemigo, se entiende el interés de Su Graciosa Majestad por quedarse en la zona, cuando ya las focas peleteras y las ballenas se habían prácticamente extinguido.
Tampoco era por la lana que la Union Jack seguía flameando en las Malvinas, pese a la amarga ira que eso despertaba en la Argentina. El enojo criollo no era un dato menor para Whitehall: finalizadas las guerras civiles, hacia 1880 la economía argentina se perfilaba como la quinta más importante del mundo, y el país como LA subpotencia regional.
La demostración “de tapa de libro” de por qué de todos modos convenía irritar a los argentinos y quedarse en las Malvinas los ingleses la dieron al mundo a comienzos de la 1ra Guerra Mundial. A fines de 1914, la escuadra Alemana de Asia Oriental, comandada por el almirante conde Von Spee, venía escapando de la Royal Navy y la Armada Imperial Japonesa. Bajaba a todo vapor a lo largo de la costa chilena, con la intención pasar al Atlántico por el Cabo de Hornos y refugiarse en Alemania.
El 1 de noviembre, el contraalmirante Sir Christopher Cradock trató con coraje suicida y/o estúpido de interceptar la escuadra alemana con fuerzas muy inferiores en cantidad y calidad. Eso sucedió frente a la isla chilena de Coronel, y significó la primera derrota naval inglesa en más de un siglo, con el hundimiento de 2 cruceros y la muerte de 1570 de sus tripulantes. Los alemanes sólo tuvieron 3 heridos, un resultado increíblemente asimétrico.
Von Spee, recibido en triunfo como héroe por la población alemana cuando recaló en Santiago de Chile, no se hacía ilusiones sobre sus posibilidades de escapar de la venganza inglesa. Aceptó una ofrenda floral de las señoritas alemanas de Santiago con la ácida frase de que servirían para adornar su tumba.
No se equivocó.
Spee fue totalmente engañado por la inteligencia naval inglesa, cuyos criptógrafos en la luego famosa “room 40” habían descifrado los códigos de señales de la Kaiserliche Marine. Con una comunicación naval fácil de decodificar y de apariencia incompleta, los espías británicos convencieron al contraalmirante de que las Malvinas- carecían de protección, y que la única fuerza naval inglesa realmente de cuidado estaba muy al Norte, frente al Río de la Plata.
Audazmente, Spee ingresó al Atlántico por el cabo de Hornos, pero contra la opinión de sus oficiales, en lugar de escaparse sin dilación hacia Alemania se propuso antes atacar Port Stanley, y no para acopiar carbón (que en realidad le sobraba), sino quizás con la idea de destruir la única estación de reabastecimiento bajo bandera inglesa de la Royal Navy en el Cono Sur. Habría sido todo un saludo a su Majestad: “Bien, el Pacífico es de Uds., pero el Atlántico Sur ahora no es de nadie”.
El alemán atacó con una flota ya algo escasa de municiones. Y navegando a todo vapor en línea de batalla y con Port Stanley ya a la vista, se encontró de pronto, más allá de todo escape posible, con una fuerza muy superior a la suya, que lo esperaba en el puerto lista para zarpar. Súbitamente los alemanes quedaron bajo el fuego del Canopus, un vetusto acorazado inglés sin casi capacidad motriz, pero con grandes cañones de 300 mm. perfectamente funcionales. El Canopus había sido deliberadamente varado en una posición invisible para la flota atacante. Sorprendido totalmente, Spee ordenó un escape inmediato, pero los barcos ingleses ya estaban saliendo de puerto uno tras otro, y eran más en número, en velocidad y en potencia de fuego.
La persecución de la flota alemana duró desde las 10;00 de la mañana hasta las 21:23, ya anocheciendo, cuando la octava nave alemana de aquel día destinada a irse al fondo fue acorralada y despachada. En aquella emboscada perfecta, las pérdidas nuevamente fueron desproporcionadas: 1871 alemanes murieron y 217 fueron salvados y hechos prisioneros, frente a sólo 10 británicos caídos. Inglaterra no perdió ningún barco.
El contraalmirante Graf von Spee y sus dos hijos murieron aquel día.
La Royal Navy, a partir de ese momento y hasta la batalla de Jutlandia, el 31 de mayo de 1916, reinó sobre el Atlántico y se pudo concentrar con éxito en bloquear las líneas de suministro y estrangular a Alemania de suministros vitales (combustibles y comida), lo que a su vez desató el hambre y la rebelión social que finalmente determinaron la rendición de las Potencias Centrales en 1918.