Por Andrés Cisneros
Moscú podrá confirmar, negar o guardar silencio sobre la exploración petrolera que se le atribuye en territorio antártico reclamado por Argentina, el Reino Unido y Chile. Rusia es el estado más extenso del mundo en base a una verificada vocación por convertir en suyos territorios vecinos que antes eran ajenos, como nos pasó a nosotros en Malvinas a manos de otros históricos usurpadores seriales. La pasión expansiva de Rusia es tal que hoy en día no se limita a invadir Ucrania, sino que también incursiona en el Polo Sur, siendo que es, a la vez, el estado que domina la mayor superficie del Polo Norte.
De hecho, muchos observadores creen que en Antártida son varios los ejercicios semejantes y no siempre cometidos por rusos. Eso sí, todos alegando una conmovedora vocación por la investigación científica y la protección del medio ambiente.
Todo el mundo sabe que desde 1959 existe un Tratado Antártico en que siete países reclamamos soberanía y más de cuarenta de otros estados adhieren al compromiso de no ejecutar actos posesorios ni explotar sus riquezas, permitiendo solo trabajos científicos y algo de turismo. Argentina lo cumple escrupulosamente.
Pero todo el mundo sabe también que cuando una región se convierte en demasiado atractiva para los poderosos del mundo, no hay principios ni tratados que los demoren demasiado en satisfacer sus intereses, aunque sea contrario al derecho. Debiera reparar Argentina su molicie en la Antártida, en el Atlántico Sur y en Malvinas todo lo que podríamos, de una vez por todas, pasar a tratar como un totum de elementos diferentes, pero inevitablemente asociados.
En 1959 las grandes potencias consideraron innecesario extender los enfrenamientos de la Guerra Fría también al Atlántico y polo Sur, con el dispendio de recursos que ello hubiera supuesto. Más práctico resultó cubrir al polo con un paraguas de soberanía (el mismo que de ninguna manera extendieron al polo Norte, ya por entonces en franco proceso de reparto) para que nadie ejecutara actos posesivos que les complicaran el futuro. ¿Cuál futuro? El futuro en que los avances tecnológicos permitan explotar los recursos de la zona con suficiente rentabilidad.
Es lo que luego se calcó en Malvinas: en los noventa, bajo otro paraguas, británicos y argentinos exploramos juntos la cuenca petrolera alrededor de las islas y encontramos reservas de algún interés, pero lo inhóspito de la zona tornó entonces, y sigue tornando hoy, no rentable la extracción de ese mineral. ¿Hasta cuándo? Hasta que la tecnología avance lo suficiente, que es lo mismo que pasa en la Antártida con este real o supuesto descubrimiento ruso y los que seguramente por todos lados van a seguir. Cuando eso ocurra, la prohibición del Tratado Antártico tendrá que enfrentar la avalancha de depredadores del medio ambiente y de usurpadores de soberanías menores, como la argentina. En 2048 está prevista una revisión del Tratado y allí puede sonar la campana de largada. Y en agosto de este año, una importante reunión en Argentina, sede del Tratado Antártico.
Hace por lo menos treinta años que la disputa por Malvinas tiene la oportunidad de producir un salto de calidad, superando el conflicto bilateral con Londres para articularlo con los del Atlántico y el polo Sur. Se van a cumplir dos siglos de inútiles tratativas por las islas y ya sabemos que Gran Bretaña reclama el mismo sector geográfico que, desde chicos, en la escuela nos repiten que se trata de la tan querida Antártida argentina, territorio aún inexistente: uno no “tiene” soberanía hasta que los demás se la reconocen. Si no abordamos el problema globalmente, podríamos terminar repitiendo en Antártida la misma yerma obcecación juridicista que en Malvinas: con tener razón, no basta. También hay que importar en el mundo.
El mundo marcha hacia un nuevo enfrentamiento de Occidente con otro conglomerado de estados que nos desafían. No hace falta una gran visión geopolítica para sospechar que ese conflicto global también va a desarrollarse en el Atlántico Sur, la Antártida y los mares que circundan a Malvinas. Allí, como en el resto del planeta, van a participar los países en bloques. Y, ya sea militarmente o solo en pulseadas pacíficas, la situación objetiva nos va a llevar a comprender que Argentina tendrá inevitablemente un papel para jugar. No por alineamientos, sino por sus propios intereses nacionales.
¿Vamos a continuar limitándonos a acudir disciplinadamente todos los años a Naciones Unidas para recitar, una y otra vez, la misma letanía jurídica que el Reino Unido ignora sistemáticamente? Eso es bueno y hay que continuarlo. Pero después de medio siglo está claro que resulta insuficiente: a la razón es bueno tenerla, pero hace falta respaldarla con peso en el mundo. Ese peso que hace rato perdimos.
Cuando medio planeta se abalance sobe los recursos de la Antártida, todos vamos a empezar a contarnos las costillas. ¿Y en quién va a confiar más Occidente? ¿En la Gran Bretaña largamente instalada en Malvinas, aliada histórica de Washington, miembro del Consejo de Seguridad de la ONU y al comando de la tercera flota naval del mundo, o en la Argentina, que negoció con China un puerto estratégico en Tierra del Fuego después de obsequiarle una extraña base supuestamente solo científica en la Patagonia y cuyo último presidente ofreció públicamente a Putin a la Argentina como puerta de entrada para Rusia, menos de un mes antes de que invadiera a Ucrania, a la sazón también presidente de un así denominado Partido Justicialista al que declaró entrañablemente emparentado con el proceso maoísta, ese que mató a más gente que Hitler y Stalin sumados? Esa cuenta no da.
Resultaría interesante estudiar una posible vinculación de Malvinas con el proceso en marcha en el Atlántico Sur y la Antártida. En paz o en guerra, Occidente seguramente preferirá saltar a la arena sin la fisura de retaguardia que supondría contar entre sus filas a dos países tan afines pero tan enfrentados como el Reino Unido y la Argentina. En tal panorama, Occidente no presionaría por un arreglo en las islas solo a causa de nuestros mejores derechos eternamente desoídos, sino en defensa de sus propios intereses estratégicos, que se beneficiarían si el conflicto por Malvinas se resuelve. Si vamos a jugar un papel (y no podremos mirar para otro lado), sin dudas será en las filas de Occidente. Y en esa alianza, nuestra debilidad en Malvinas podría convertirse en nuestra fortaleza para el futuro: aunque pocos lo perciban, todavía quedan en Gran Bretaña quienes creen que la disputa de soberanía bien podría resolverse de manera negociada. Milei y Mondino resaltan a cada rato la posibilidad de un arreglo tipo Hong Kong, y hacen bien porque apuntan en la buena dirección. Pero un arreglo semejante no es punto de partida, sino de llegada, después de décadas de tratativas.
Y harían bien nuestros gobernantes en resaltar algunos antecedentes que hoy no mencionan: la rueda no se inventó este diez de diciembre.
La disputa global por la Antártida podría mejorar esas posibilidades, abriendo a Londres una puerta de salida con una solvencia que ya han manejado. En 1984 fue la propia Thatcher la que convino con Den Xiao Ping la devolución de Hong Kong y el primero de julio de 1997 fue el gobierno británico el que invitó al canciller argentino, Guido Di Tella, a estar presente en el acto formal de transferencia: si existe una actividad donde importan las señales, una de ellas es la diplomacia.
Y en 1981, apenas meses antes del desembarco argentino, fue Thatcher quien nos propuso oficialmente un retroarriendo semejante a Hong Kong, que no fracasó sino por culpa del boicot laborista y la soberbia del entonces gobierno argentino.
Esta incursión petrolera de Rusia funciona como un aviso: ojala sepamos prepararnos, sepamos buscar alianzas y apoyos para que a nuestros legítimos derechos en la Antártida los defendamos mejor de lo que tan mal venimos haciendo en Malvinas.